
A lo largo de la historia de la Tierra, ha ido variando la cantidad de energía que esta recibía del Sol, lo que ha tenido consecuencias de gran magnitud para el clima y todos los seres vivos. Desde que finalizó la última era glaciar, hace cerca de 12 000 años, el clima ha permanecido relativamente estable, si bien se ha visto afectado regularmente por ligeros cambios en la cantidad de radiación solar que llegaba a la superficie de la Tierra.
A menudo estas leves oscilaciones se deben a ciclos de larga duración relacionados con la órbita que describe la Tierra alrededor del Sol, a cambios en la nubosidad y a otras fluctuaciones que tienen lugar en la Tierra. Incluso fluctuaciones climáticas relativamente leves han tenido efectos drásticos, de ámbito regional, en las civilizaciones y han provocado el auge y la caída de imperios, como el maya o el del Antiguo Egipto.
La cantidad de luz solar que llega a la superficie de la Tierra depende de la radiación solar total, del ángulo cenital del Sol y de las variaciones cíclicas de la órbita que describe la Tierra alrededor del Sol, así como de la cantidad de luz solar que la atmósfera absorbe o irradia al espacio.
La radiación solar que no es absorbida o reflejada por la atmósfera (por ejemplo, por las nubes) llega a la superficie de la Tierra, la cual absorbe la mayor parte de esta energía, y una pequeña proporción vuelve por reflexión al espacio. En total, sea la atmósfera o la superficie de la Tierra absorben aproximadamente el 70 % de la radiación incidente, mientras que el 30 % se refleja y vuelve al espacio, con lo cual no calienta el planeta.
Si no fuese por este efecto invernadero natural, en la superficie de la Tierra habría una temperatura media nada acogedora de –18 °C, en lugar de los 14 °C de los que disfrutamos hoy en día. Este efecto se ve potenciado por un aumento incesante de las concentraciones de gases de efecto invernadero de la atmósfera debido a las emisiones procedentes de las actividades humanas, como la quema de combustibles fósiles.